
En la carrera por llenarlo todo de placas solares, hemos resuelto una crisis y abierto otra: producimos energía limpia, sí, pero a costa de talar bosques para desplegar mantos de silicio. La idea de los árboles solares lleva décadas rondando a arquitectos e ingenieros, buscando cómo crear estructuras verticales que puedan reemplazarlos.
El trabajo para intentar llegar a la neutralidad de carbono, sin que haga falta elegir entre paneles y árboles, sino aprender a hacer que se parezcan, lo firma la investigadora Dan-Bi Um, del Instituto Marítimo de Corea. Su punto de partida es una paradoja muy concreta: en la costa montañosa de Goseong, al norte del país, una planta solar convencional instalada en 2014 ocupa 22.856 m2, alberga 4.347 paneles de 230 vatios y genera 1 megavatio de potencia, a cambio arrasa el 98% de la cubierta forestal. Donde antes había un bosque que frenaba el viento salino, sujetaba el suelo y daba refugio a aves e insectos, hoy manda el hormigón negro brillante de los módulos.
Um se preguntó si no habría otra manera de capturar el sol sin despejarlo todo. Su propuesta: sustituir la alfombra de paneles por una disposición lineal de árboles solares, estructuras de acero que imitan la forma de un tronco con ramas y hojas, solo que aquí las hojas son paneles fotovoltaicos. El modelo elegido reproduce las dimensiones del gran árbol solar instalado en 2017 frente a la Asamblea Nacional en Seúl, de 4,8 metros de alto y 4,1 de ancho, con 35 paneles en la copa y una capacidad de entre 11,5 y 15,8 kW según el módulo elegido.
Usando imágenes satelitales y modelos 3D de Google Earth, el equipo simuló cómo se comportaría una plantación de estos árboles repartidos por los bordes del terreno y a lo largo de un sendero de montaña, dejando intacto el interior del bosque. El resultado es llamativo: para alcanzar el mismo megavatio de potencia se necesitan 87 árboles con paneles de 330 W, o apenas 63 si se opta por paneles de 450 W. La diferencia está en el suelo: con los árboles se preserva hasta el 99% de la masa forestal. Donde antes había un “claro” inmenso, ahora solo harían falta pequeños puntos de cimentación cada 20 metros.
Más allá del número, la clave es lo que se gana alrededor. Al elevar los paneles a varios metros de altura, la luz sigue filtrándose hasta el sotobosque, que continúa capturando carbono, frenando la erosión y sirviendo de refugio a la fauna. Se reduce el riesgo de corrimientos de tierra y de escorrentías de barro que acaban en ríos y playas, un problema ya visible en muchas laderas desnudas de Corea. Como resume la autora, los árboles solares son “una solución dual”: producen electricidad y mantienen vivos los servicios ecológicos del bosque.
El concepto encaja con la corriente de proyectos “doble uso” que ya vemos en otras partes del mundo: placas sobre viñedos que dan sombra a la uva en veranos extremos, huertos de tomate bajo pérgolas solares, granjas flotantes en embalses. En Corea se está experimentando incluso con cultivos de ajo de montaña bajo árboles solares colocados cada cien metros.
A pesar de todo, un árbol solar exige más acero, más ingeniería y cimentaciones más robustas que una estructura fija estándar. No hay todavía estándares internacionales que certifiquen su resistencia al viento o la nieve, ni grandes fabricantes que los produzcan en serie. Hoy son prototipos repartidos por plazas, campus universitarios o paseos marítimos. Más iconos verdes que solución masiva.
Sin embargo, en países densamente poblados como Corea del Sur, el cálculo cambia. Allí el coste del terreno puede superar al de la propia planta fotovoltaica, y cualquier diseño que reduzca huella en planta se vuelve interesante a largo plazo. De hecho, la metodología de Dan-Bi Um es exportable: cualquier administración puede tomar sus propios bosques costeros, simular una hilera de árboles solares y comparar cuánta energía obtienendría y cuánto paisaje conservaría.
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